martes, 15 de marzo de 2011

¿POR QUÉ VAMOS A LA iGLESIA ?

Me siento feliz de compartir el resumen que he hecho de este libro, escrito por el padre dominico Timothy Radcliffe. Hay alguna aportación mía, aunque breve, y entre paréntesis.

Del libro “¿Por qué hay que ir a la Iglesia?” de Timothy Radcliffe


Muchos se preguntan: ¿Por qué hay que ir a la Iglesia? ¿Qué sentido tiene?

Vamos a la iglesia a recibir un don, a participar en la vida de Dios a través de la fe, la esperanza y la caridad.

Dios se da discretamente, sin hacer oración. “Para mi madre la iglesia vacía no estaba vacía. Era la casa de Dios.ruido. La gracia obra la paciente transformación de nuestro ser.

A medida que avanzamos a lo largo de la Eucaristía trato de desentrañar de qué forma engrana la celebración con nuestras propias vidas, para que podamos abrirnos a recibir el don de la gracia.


En la introducción el autor nos cuenta que, siendo niño, cuando salía con su madre y sus hermanos solían entrar en la iglesia y rezar una

Bellamente expresado por Santo Tomás de Aquino en el himno para la celebración del Corpus Christi: “En ella estás Tú, la dulzura que el hombre estaba destinado a encontrar”.


La Eucaristía es, ciertamente, un acontecimiento prodigioso, pero con frecuencia tiene lugar a un nivel de nuestro ser del que apenas somos conscientes, tan imperceptible como el crecimiento de un árbol. Esto es lo que John Henry Newman llama “la labor silenciosa de Dios”.


El papa Benedicto describe cómo, siendo niño, fue tomando conciencia de la belleza de la Eucaristía: “Cada vez me resultaba más evidente que me encontraba ante una realidad que nadie había ideado, sino que había ido creciendo a partir de la fe de la Iglesia, pero era mucho más que la historia humana…”


En la primera parte de la Eucaristía nos convertimos en una comunidad de fe.

Escuchando la Palabra de Dios crecemos en ella, y cuando decimos el Credo expresamos nuestra unidad con todos aquellos que recitan estas mismas palabras a lo largo de todo el mundo, y a través de los siglos.

Luego formamos una comunidad de esperanza, desde el Ofertorio hasta el final de la Plegaria Eucarística, y se renueva el sacrificio de la Cruz. Ante el aparente fracaso, la violencia y la muerte, el propio Cristo nos dice, en la noche antes de morir: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…”

Y desde el Padrenuestro hasta el final, nos sentimos comunidad de amor. Recibimos la Comunión, el Pan de Vida. Dios en comunión con el hombre; el hombre en comunión con Dios y con los hermanos.


La Eucaristía es un misterio, no porque sea misteriosa, sino porque es un signo del designio secreto de Dios, que es el de unir todas las cosas en Cristo.

Yo añadiría que el quehacer del Maligno (llámese demonio o como se quiera) es la división. División entre esposos, hermanos, amigos, ciudadanos o incluso entre los creyentes. Por eso la oración de Jesús: “Padre, que sean uno, como tu en mí y yo en ti, para que el mundo crea.”


La bienvenida


El hombre ha vuelto al hogar con Dios. Por ello, comenzamos todas las Eucaristías, (Eucaristía = acción de gracias), bendiciéndonos a nosotros mismos en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

A continuación, confesamos nuestros pecados. Esto puede parecer una forma lóbrega de comenzar una celebración. Parece como si, para ser bienvenidos a la fiesta, tengamos primero que sentirnos mal con nosotros mismos. Parece como si Dios únicamente nos aceptara si nos sentimos culpables.


Pero nosotros no confesamos nuestros pecados para remover ningún sentimiento de culpabilidad. Si vamos a confesarnos, no es para suplicar el perdón de Dios. Es para darle gracias por ello…

(Esto es incomprensible desde nuestra mentalidad humana, el que ofende, tiene que pedir perdón. Pero se entiende fácilmente desde la “mentalidad” de Dios, leamos la hermosa parábola del hijo pródigo: Vuelve porque tiene hambre, pide ser tratado como a un criado; y el Padre que, al divisarlo a lo lejos, corre a abrazarlo…)

Cuando Dios perdona nuestros pecados no está cambiando la opinión que tiene de nosotros. Antes bien, con ello, está cambiando la opinión que nosotros tenemos de Él. No cambia Él; su actitud no es jamás otra que la de amar. Dios es amor.


Así pues, comenzamos este primer acto de la Eucaristía con una profesión de fe, creemos que todos nuestros pecados nos son perdonados, antes incluso de cometerlos.

Creemos que nuestro Dios es misericordioso y amoroso, y no un juez colérico.

La Biblia suele hablar de la ira de Dios, y es legítimo hablar metafóricamente de la ira de Dios ante el sufrimiento y la injusticia del mundo, rabia ésta que también nosotros hemos de aprender a sentir. Pero Dios no está enfadado con nosotros.


Nos lamentamos de la pérdida del sentido del pecado en la sociedad contemporánea.

Pero para un cristiano el pecado es entendido siempre como aquello que se puede perdonar. No podremos tener un sentido objetivo del pecado hasta que no comencemos a vislumbrar el perdón incondicional, amoroso y libre de Dios.


Decirles a las personas que son unos pecadores, antes de que puedan acceder a esta conciencia, sería infructuoso. Si de algo sufre nuestra sociedad es de un exceso de culpa: por no lograr ser los padres maravillosos que nuestros hijos merecen; por nuestra riqueza y bienestar en una sociedad global en la que millones de personas mueren de hambre; por nuestra participación en la expoliación del planeta…

Esta culpa, que sería un estado psicológico de angustia más que el reconocimiento objetivo de nuestras faltas, puede hacer que nos sintamos desesperanzados y desvalidos.

Son muchas las personas que instintivamente hacen oídos sordos al cristianismo, porque se sienten ya tan abrumados por la culpa, a duras penas contenida, que lo último que necesitan oír es que les digan que son unos pecadores.


Pero, porque creemos en el amor y el perdón incondicional de Dios, es por lo que podemos atrevernos a abrir los ojos al dolor, y al daño que han generado nuestros actos, sin asustarnos, pero con pesar.

El pesar es la conciencia sana del daño que hemos hecho a los demás y a nosotros mismos, en tanto que la culpa puede derivar de una concentración narcisista en mí mismo: ¡Soy un ser tan despreciable!

El pesar no es un signo de que estamos lejos de Dios, sino de que la gracia sanadora de Dios ya está obrando en nosotros, ablandando nuestros corazones, haciendo que sean de carne, y no de piedra.


Una gélida noche iba en bicicleta, y olvidé los guantes. Cuando llegué a casa, tenía las manos tan entumecidas que no podía sentir nada. Comenzaron a dolerme cuando entré en el calor de la casa y la sangre retornó a los dedos.

De forma similar, el pesar es una señal de que hemos sido tocados por la calidez de Dios.

Sentimos dolor porque estamos saliendo de la congelación. A este pesar se le llama “contrición”.


La Eucaristía es un misterio, no porque sea misteriosa, sino porque es un signo del designio secreto de Dios, que es el de unir a todas las cosas en Cristo.

Es la voluntad de Dios que seamos recapitulados en una unidad, reconciliados los unos con los otros. Por eso pedimos la intercesión a nuestros hermanos, a los ángeles, a los santos.


Es un signo de que estamos dispuestos a ser recapitulados en la paz de Dios junto con el resto de la Creación.


Las lecturas


La Palabra de Dios nace en el silencio. Había silencio en el principio de la creación. Silencio en el anciano Zacarías, enmudecido por dudar de que Isabel concibiera un hijo. Silencio en el desierto y en el tiempo. Tenemos que estar en silencio, ya no sólo para escuchar las lecturas, sino para oír el silencio pleno de Dios del cual brotan.

En el silencio compartido del amor sentimos la intensidad de la presencia mutua.

Existe una escucha orante, una receptividad silente, que nos abre a la posibilidad de quedar fecundados por la Palabra, como María.


“Heme aquí”, responde Moisés en la zarza. La fe es prestar atención a Aquel que nos llama por nuestro nombre y aguarda una respuesta.

El hecho de que no me imagine a Jesús a mi lado, no implica una ausencia. Nuestra intimidad con Dios es más profunda, pues “El está más cerca de mí de lo que pueda estarlo yo mismo”. (San Agustín)

Oír la Palabra de Dios y decir: “Heme aquí”conduce a un nuevo sentido respecto de quién soy.

Cuando Moisés y María fueron abordados por Dios, ello les condujo a vivir diferentes historias.

Su “Heme aquí” transformó su identidad. Si respondemos nosotros así, también nuestra vida se verá transformada.

No digo “Heme aquí” a un interlocutor invisible. Dentro de esta historia de la relación amorosa de Dios con la humanidad descubro quién soy yo. Francisco de Asís descubrió que tenía ansias de un romance más profundo que el de los trovadores.

Con frecuencia la necesidad de descubrir la historia de nuestras propias vidas se ve suscitada por un acontecimiento. El nacimiento de un hijo puede mover a los padres a preguntarse quienes son ahora.

La conversión de Chateaubriand se vio impulsada por la muerte de su madre.

Ante la perspectiva de la muerte, la propia o la de los demás, podemos sentir que no es así como se suponía que tenía que acabar. En los evangelios descubrimos que no acaba así, y en razón de ello, que nuestra vida sí tiene sentido.

El ángel le dice a María: “Alégrate”, y ella finalmente lo hace. En la Sagrada Escritura siempre hay un fondo de Buena Nueva.

La única forma de que podamos comprender algunos textos violentos o extravagantes es viendo en ellos la lenta gestación de la Palabra, del amor incondicional de Dios que es Jesucristo. Fueron necesarios siglos de diálogo entre Dios y su pueblo Israel, antes de que pudiera estar en condiciones de acoger a la Palabra del amor perfecto. La gracia de Dios estuvo obrando, purificando lentamente la religión del odio y venganza en dirección a Aquel que nos mandó amar a nuestros enemigos y perdonar siempre.


Si lo oímos todo como buena nueva por lo cual damos las gracias, habremos oído el evangelio como la Palabra de Dios. Como una llamada a percatarnos de nuestra dignidad humana, y asumir la responsabilidad de nuestros actos, a levantarnos nuevamente a la plena luz del día.


Los relatos del Juicio Final pueden parecer amenazantes, y haber sido utilizados para aterrar generaciones, pero no es así.

Sólo hay un juicio que de verdad importa, el último, el de Cristo. Y es buena nueva porque es un juez misericordioso, que ya lo ha perdonado todo, con tal que queramos aceptar su misericordia.


El predicador ha de ayudarnos a descubrir en todo texto un motivo de alegría.


Dice San Agustín: “El hilo de nuestra conversación cobra vida en razón de la alegría que extraemos de lo que estamos hablando.”


La homilía


Cuando tratamos de compartir la fe, nos resulta difícil encontrar las palabras adecuadas.

La crisis en el lenguaje acontece periódicamente en la iglesia.

La del siglo XIII llevó a la fundación de las órdenes mendicantes.

La del siglo XVI encontró su respuesta en Ignacio de Loyola.

¿Cómo podríamos encontrar hoy palabras llenas de fuerza para hablar de Dios?

El saludo del ángel en la Anunciación puede traducirse como: “Alégrate, agraciada”.

La gracia y la alegría están relacionadas. La gracia de Dios nos hace alegres.

La palabra de Dios es fértil. Mujeres estériles como Sara, Ana o Isabel oraban, y fueron escuchadas.

El nacimiento de un hijo a una madre virgen es la culminación de la fértil presencia de Dios en la historia humana.


No debemos pensar en la gracia como una píldora vitamínica, sino como nuestra participación en la vida de Dios.

Los primeros dominicos rezaban pidiendo “la gracia de la predicación.”. Ello no aludía a que se les ocurriera algo que decir, sino a que sus palabras llevaran la gracia a otras personas, el advenimiento de Dios en sus vidas.

En la abadía cisterciense de Sylvanés (Francia), figura un poema anónimo:

“El hombre instruido le dijo al almendro:

-Háblame de Dios.

Y el almendro floreció. “


En la cultura del antiguo Israel sabían que el habla tenía mucha fuerza, y que las palabras trasmitían vida y muerte. Dijo Dios: “Hágase la luz”. Y la luz se hizo.

Nuestra habla tendría que tener un toque de la creatividad de Dios, pues estamos hechos a su imagen. En occidente tendemos a pensar en el habla como una transmisión de información.


La Palabra de Dios se hace carne, no tanto en los sermones, en los libros, cuanto en la conversación humana. La inspiración de Santo Domingo para fundar la Orden de predicadores le vino estando en una taberna, después de haber conversado toda la noche con un tabernero albigense. No es posible que se pasara la noche diciéndole: “Estás equivocado…”

No podemos proclamar nuestra fe sin haber escuchado a la otra persona. Nuestras palabras deberían unir y sanar. Es una paradoja que, cuando hablo de Dios, tengo que esforzarme por encontrar las palabras correctas, que son realmente mías, nacidas de mi vida y mi experiencia. Y enseguida tengo que desaparecer, para que quien me escucha pueda descubrir a Dios. En palabras de Juan, el Bautista: “Es necesario que El crezca, y yo mengüe.”


El Credo


Para algunos, presenta ciertas dificultades:

-Supone identificarse como creyente en una era secular.

-Implica proclamar la propia fe bajo una serie de dogmas.

-Con palabras formuladas por la Iglesia hace siglos.


¿Qué significa entonces creer? Para Santo Tomás de Aquino la fe no consiste en creer cosas acerca de Dios. Dios es un misterio más allá del alcance de nuestra comprensión.


La fe es el comienzo de la amistad con Dios.


Con el Credo podemos dar un paso más en nuestra comprensión de lo que significa aceptar su amistad.

El jesuita Javier Melloni alega que los dogmas, considerados como ídolos, obstaculizan nuestra búsqueda de Dios. Pero si los entendemos correctamente pueden ser los iconos que nos invitan a seguir nuestro peregrinar.


Creo que Jesucristo nació, murió y resucitó. Pero eso no basta.

La amistad con Dios cambia mi forma de verlo todo.

Las tres personas de la Trinidad no son tres amigos imaginarios con los que puedo mantener conversaciones frustradas.

La amistad con el Dios Trino remodela mi percepción del mundo.

Al creer en el Padre Creador, lo veo todo con gratitud.

Al creer en el Hijo y escuchar su Palabra, busco comprenderlo.

Al creer en el Espíritu Santo, me veo consolado, orientado, abocado más allá de mí mismo en dirección al amor.


La totalidad de nuestra fe se resume en que Dios nos ama.

La confesión de nuestra fe en la Trinidad no es el asentimiento a una doctrina oscura, matemáticas celestiales, es una declaración de nuestra participación en ese amor perfecto entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo.


La Creación no es, fundamentalmente, lo que sucedió en un principio. Es el don actual de la existencia que Dios nos hace.

La gratitud por el don de la vida y la fertilidad es el fundamento de casi todas las religiones.

Las personas en contacto con la tierra raramente son ateos.

El fundamento de nuestra amistad con Dios Creador es la gratitud.


Un dominico alemán del siglo XIV escribió: “Si la oración que has rezado es: Gracias, con eso es suficiente. Y por el contrario, si nada es don, entonces no tengo que pensar en un Dios que pueda habérmelo dado.


Eucaristía, acción de gracias. Los fieles nos reunimos para agradecer a nuestro Dios generoso. Ahí es donde reside la alegría.


La Iglesia primitiva luchó durante siglos a fin de encontrar unas palabras para expresar su creencia de que Jesús no era solamente un profeta, sino Dios mismo. Es verdad que no podemos englobarlo dentro de la razón, pero ellos trataron de poner de manifiesto que tampoco iba contra la razón.


Jesús es Dios, y el Padre es Dios. Pero Jesús no es el Padre, es la revelación de Dios a los hombres.

El único Dios en el que creemos no es un Dios que yace oculto, sino un Dios al que podemos ver en la persona de Cristo. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre,” dice Jesús.

Nuestra fe no está en el asentimiento a unos hechos, sino en la amistad con Dios, que se entregó por amor a nosotros.


Es característico del secularismo que la fe se vea como una elección. El cristianismo está ahí, en el mercado, compitiendo con otras creencias. Pero cuando uno llega a creer, ello no se vive como una elección, sino como un don, un regalo asombroso e inmerecido.


La creencia en el Espíritu Santo no es un elemento divisorio.


No estamos afirmando tener la posesión exclusiva de la gracia del Espíritu. Apuntamos a Aquel que es el “dador de vida”, que está presente en toda vida y en todo amor.

La única forma en que podemos compartir con todos los hombres nuestra fe en la Trinidad es a través de la amistad agradecida, inteligente y amorosa.

La Resurrección es la victoria del amor sobre el odio, de la comunión sobre la traición, por eso es también nuestra historia. Jesús resucitado reúne en torno a El a los discípulos desperdigados que le habían negado y habían echado a correr.


Nuestra sociedad tiene un prejuicio contra la Iglesia. La fraternidad de Dios con la humanidad, que comenzó en el vientre de María, perdura en la Iglesia.

Dos mil años nos separan de aquel pequeño grupo de discípulos que se encontraron con el Resucitado, nosotros formamos una comunidad con ellos.


Tal vez la afirmación más difícil de digerir es la de que la Iglesia es santa.

Es evidente que algunos miembros de la Iglesia han sido corruptos. Esto no se puede negar.

Pero ya fue así en el principio. Pedro le negó, Pablo era un perseguidor…Esta comunidad frágil y pecadora es el lugar donde podemos sentirnos como en nuestra propia casa.

Al decir que la Iglesia es santa afirmamos que, por muy corruptos y pecadores que sean los miembros del Cuerpo de Cristo, el Amor ha anticipado nuestras faltas y las ha perdonado.

Nuestra fe, repetimos, no es el asentimiento de la veracidad de unos hechos, sino la amistad con Dios. Ello no significa que Dios tenga amistad únicamente con los cristianos.

La Iglesia es el signo perdurable de la fidelidad de Dios. El nunca retira el amor que ha dado.


Las preces y las ofrendas.


En el Credo hemos declarado nuestra fe en el Dios Creador expresando nuestra gratitud por sus dones. Pero debemos ser todavía más insistentes.

Jesús nos exhorta: “Pedid y se os dará…”

Puede que Dios no dé si pedimos de una forma rutinaria, automática. Dios quiere que lo deseemos con pasión.

Si le llevamos a Dios nuestros deseos reales, entonces estaremos delante de Dios tal y como somos.

Toda cosa buena es un don, pero la oración abre mis ojos a la condición de dado por Dios.


La historia humana no es simplemente una trama predestinada que avanza inexorablemente en dirección a su fin, al margen de nosotros. Somos hijos de Dios y por ello participamos en la realización de su voluntad.

Nuestras acciones no son intentos de retorcerle el brazo a Dios, nuestras acciones son oraciones, y nuestras oraciones son acciones, ruegos a Dios.

Cuando nuestras peticiones encuentran respuesta es para que crezca nuestra confianza y gratitud hacia Dios, el dador de todo lo bueno, y dador de sí mismo.


La Consagración.


Entendemos la santidad de Dios, “que hace nuevas todas las cosas”, reconociendo todo aquello que es despreciado y que se considera impuro como perteneciente a Dios.

Cuando la Iglesia se tropieza con lo impío debe decir: También por esto murió Cristo.

Corresponde a nuestro sacerdocio común en Cristo, (por ser bautizados), que nos extendamos para abarcar a todos aquellos considerados sucios, arrojados fuera de la comunidad, y reunirlos en el reino. Corresponde a nuestra esperanza que proclamemos como hermanos y hermanas en Cristo a aquellos a los que el mundo desecha.

Orígenes describe la santidad como un ver con los ojos de Cristo.


Dice Jesús: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

Los puros de corazón, liberados del narcisismo, seguramente ven el dolor de este mundo.

Y también ven la presencia de Dios.

Si aprendemos a ser puros de corazón, atisbaremos, enterradas debajo de las faltas y pecados de los demás, las semillas de un deseo de Dios, los intentos chapuceros de amar, quizá extraviados, pero todavía presentes.

Si de repente pudiéramos ver la belleza secreta de sus corazones, las profundidades de su yo, donde no puede llegar ni el pecado ni el deseo, veríamos la persona que cada uno de nosotros somos a los ojos de Dios.

Con tan sólo que pudiéramos vernos como verdaderamente somos.

Con tan sólo que pudiéramos vernos los unos a los otros de esta forma todo el tiempo.

No habría más guerras, ni más odio, ni codicia, ni envidia…


Venimos al altar con las manos vacías, procediendo a colocar nuestras propias vidas en él.

Y Aquel a quien recibimos tiene las manos vacías también, y se confía en las nuestras.

Las manos vacías estimulan la circulación de los dones, en lugar de aferrarse a las mercancías.

“Sedientos, venid por agua. También los que no tenéis dinero, venid y comprad leche y vino de balde…Isaías, 55.

Muchos de nuestros jóvenes están vacíos. Tenemos que ayudarles a descubrir a Aquel que llena ese vacío más de lo que podamos imaginar.


El primer acto de esperanza es rezar; y la oración más grande es la cruz, cuando Cristo lo confió todo en las manos de Dios.


La Comunión


La esperanza florece en el amor.

Este es nuestro encuentro con el Cristo resucitado, la victoria del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte.

En el Credo declaramos nuestra fe en el amor, en el Espíritu Santo, el amor divino en persona.

En la Plegaria Eucarística nos atrevemos a albergar esperanzas en el amor cuando la muerte parecía tener la victoria.

Ahora, en esta parte final de la Misa disfrutamos de la victoria del amor.

A los discípulos de Emaús les cuesta reconocer a Jesús.


María Magdalena oye que Jesús la llama por su nombre y entonces lo ve.

En la playa, Jesús invita a los discípulos a comer con El.

A medida que nos preparamos para la Comunión, también nosotros rezamos para recibir el don de la paz de Cristo.

María Magdalena y Tomás son personas que cuestionan, que dudan, que buscan.

Por eso Maria, buscando en el jardín, se convierte en la primera testigo de la resurrección.

Y Tomás es el primero en confesar a Jesús: “Señor mío y Dios mío”

De modo que nuestras dudas no son signo de que seamos “malos cristianos”, sino que forman parte de nuestro despertar. No debemos tener miedo de preguntar.


Así, convertirnos en personas que vivimos de la Eucaristía es aprender a desear bien.

Los templos de la sociedad de consumo son sus centros comerciales, que nos enseñan deseos que jamás se ven satisfechos y avivan el deseo interminable.

La sanación respecto del deseo consiste en aprender a disfrutar de lo que nos es dado.


Todos tomamos decisiones que suponen aceptar o rechazar lo que estamos llamados a ser.

Nuestro destino es llegar a nuestro destino, que es la vida con Dios, nuestra felicidad.

Tomamos decisiones que abrazan o rechazan el don.

Así pues, cuando reconocemos a Jesús en la fracción del pan, nuestros ojos se abren, no sólo para verle a El, sino para vernos a nosotros de una forma nueva.

Vamos hacia el altar para recibir Su cuerpo, compartir Su libertad, asumir la responsabilidad de nuestro destino, sea el que fuere. Aceptamos el don de nuestras vidas.


Cuando nos damos mutuamente el gesto de paz, no estamos tanto “haciendo las paces”, cuanto aceptando y recibiendo el don de la paz de Cristo.

Cuando murió, el Mahatma Gandhi tenía un único cuadro en su habitación que representaba al Cristo Resucitado, y debajo del mismo la cita: “El es nuestra paz.” (Efesios, 2, 14)

Ser portadores de la paz de Cristo significa algo más que ser unas personas liberales, abiertas de mente, que no se guardan rencores.

Somos criaturas de la nueva creación. La fe es el comienzo de la amistad.

Si podemos estar en paz con nuestras almas divididas, con nuestros impulsos contradictorios, y aceptar que ello forma parte de lo que somos, nos será más fácil encontrar la paz de Cristo junto con los demás, sin sentirnos amenazados por nuestras diferencias.


Toda la comunicación humana está enraizada en nuestros cuerpos.

A Santo Tomás de Aquino le encantaba citar a Aristóteles: “Nada hay en la mente que no haya estado primero en los sentidos”.

Estamos en comunión porque podemos vernos, tocarnos, y oírnos, unos a otros.

Estamos intoxicados por el dualismo cuerpo-mente de nuestra cultura, cuando somos un todo único.

La muerte es la interrupción última de la comunión, la quiebra entre alma y cuerpo.


La Eucaristía es el sacramento de la providencia de Dios.

Cuando rezamos el Padrenuestro pedimos nuestro pan de cada día.

En el desierto los israelitas recibían justamente el maná que necesitaban para aquel día, de manera que pudieran confiar en el Dios que les provee.

La Eucaristía es el pan para el peregrinar de la vida. También cuando atravesamos un áspero desierto.

Escribe San pablo a los Romanos: “Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman”.

Hoy es más difícil mantener este concepto del cuidado discreto de Dios que está obrando en nuestras vidas, previendo nuestras necesidades, alentándonos el aquí y ahora sin angustiarnos por el mañana.

Para la gente moderna esto puede parecer pura irresponsabilidad.

En la cultura del control, la fe en el cuidado providencial de Dios hacia sus criaturas parece algo inmaduro e irracional. Sólo un loco no se preocuparía por el mañana.

La fe y la experiencia me dicen que sí, que Dios cuida ciertamente de mí, como parte de su infinito amor por toda la humanidad.


Vamos a la Comunión a recibir un don, el cuerpo de Cristo. San Agustín nos invita a extender nuestras manos para recibir el sacramento, que incluye el don de los pobres. Mantenerlos a distancia o cerrar nuestros ojos a su sufrimiento es, en palabras de San Pablo “comer y beber sin discernir el Cuerpo”. (1 Corintios, 11, 29.)

La madre Teresa de Calcuta no vivía para los pobres porque fuera un deber, una obligación penosa, sino porque en ellos tenía la alegría de encontrar a Cristo.

Una de las aportaciones del cristianismo fue redefinir a los pobres.

Los paganos los llamaban viles e innobles; los cristianos, decían “los necesitados”, o “los afligidos”. Eran identificados con Cristo. Son nuestros hermanos.

En la cultura del control los pobres se convirtieron en objetos de caridad.

Hay que hacer algo con “ellos”.


Cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre decimos “Amén”. Esto es algo más que nuestro asentimiento al sacerdote. Nuestro “Amén” es un sí incondicional y rotundo.

Es nuestro participar en la vida de Dios, en Aquel que es siempre sí.

Pues en El, todas las promesas de Dios son un sí. (Corintios, 1, 19)


Jesús le abre un camino a Pedro, más allá de su triple negación. Con infinita delicadeza, Jesús genera un espacio para que Pedro se desdiga de sus vergonzosas palabras.

Desde aquellas palabras en el atrio, Pedro no había dicho nada. Había estado mudo.

Ahora el perdón de Jesús cura su silencio, para que pueda decir palabras de amor; palabras que únicamente son posibles porque la resurrección es el triunfo del amor sobre el odio, y de la Palabra de Dios sobre el silencio de la tumba.

Por tercera vez, Jesús pregunta a Pedro si le quiere.

Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único de que es capaz. Por eso le responde: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.”


Dios acepta nuestros amores olvidadizos, frágiles, limitados, si eso es lo único que podemos ofrecerle por el momento.

Si hay un lugar para Pedro, que negó a Jesús, entonces hay un lugar para todos nosotros.

Tal vez, al igual que Pedro, necesitemos un proceso de sanación, afrontando con coraje lo que hemos hecho y pidiendo perdón, pero con toda confianza en la misericordia de Dios.


El envío


Jesús dice a sus discípulos: “Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros”.

Venimos a la Eucaristía como personas, trayendo nuestros dramas privados, nuestras esperanzas y nuestras heridas; pero somos enviados como comunidad, como miembros del Cuerpo de Cristo.

Nos reunimos en comunión para ser enviados fuera.


Nuestra fe comenzó con la misión de Abraham: “Sal de tu tierra… (Gen, 12)

En la resurrección, el ángel dice a las mujeres: “Id a decir a los discípulos y a Pedro” (Marc, 16, 7)

En la Ascensión, Jesús les dice: “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas…Yo estaré siempre con vosotros, hasta el fin del mundo” (Mat, 28, 19)


¿Por qué somos tan reticentes a ser enviados?

Porque ello significa morir a lo que hemos sido.

Santo Tomás de Aquino nos dice: “Atrévete a hacer todo aquello de lo que eres capaz”.

Ser enviados es un signo del Dios que busca a la oveja perdida. Nuestro Dios es la madre que no olvida a ninguno de sus hijos.

Jesús siempre reconoce a las personas invisibles entre la multitud: Zaqueo, la viuda del óbolo…

Señala el papa Benedicto en “Deus caritas est”: “Al verlos con los ojos de Cristo, puedo dar a los otros mucho más que cosas externas necesarias, puedo darles la mirada de amor que tanto ansían”.


Somos enviados a encarnar el reconocimiento del Padre hacia todos sus hijos.

No somos enviados a decirles lo que deben querer, sino a descubrir, a motivar el deseo de Dios, que creemos firmemente que está presente en todo ser humano.


Jesús envía. “Haced discípulos de todas las naciones, enseñándoles a observar lo que yo os he mandado” (Mat. 28, 20) Mateo tiene en mente las bienaventuranzas. La felicidad paradójica de los pobres de espíritu, de los que lloran, de los misericordiosos...

Es una felicidad desconcertante, porque no se opone al dolor. De hecho son los que sufren, los que lloran, los que son felices. Porque lo contrario de la alegría no es la tristeza, sino la dureza de corazón.

Ninguna felicidad verdadera excluye la tristeza. La felicidad cristiana no es una jovialidad terca, empeñada, sino la alegría de confiar en Dios, que lleva sobre sí las penas del mundo.


Estamos llamados a dar testimonio de una libertad más profunda, que es entregar nuestras vidas, como hizo Cristo. Somos libres de ser enviados. Somos libres de salir de la iglesia al terminar la Eucaristía y dirigirnos a otras personas, compartir sus vidas y nombrar a Dios, que está presente.

Tenemos miedo de decir lo que pensamos, de confesar nuestra fe al mundo.

Tal vez tengamos miedo de perder nuestra cómoda identidad, y de dejar que el Espíritu Santo nos empuje fuera del nido.


La fe es el comienzo de nuestra amistad con Dios, de aprender a mirar el mundo amorosamente, con gratitud.

Nos reunimos como comunidad, a fin de compartir la esperanza con todos aquellos que no ven ningún futuro para ellos mismos o para la humanidad.

Nos reunimos en una comunidad de amor, que es la Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.

Descubriendo a Dios en el extraño, y a Dios en mi corazón.

Para eso vamos a la Iglesia. Y para ser enviados desde allí.