miércoles, 10 de febrero de 2010

Milagros de Nuestra Señora

Aunque me gustaría dedicar más tiempo al blog, y no puedo hacerlo porque tengo otras prioridades, no quiero que pase desapercibida la festividad de hoy, 11 de febrero, Nuestra Señora de Lourdes.
En el espacio de los más pequeños, "La hora feliz", en Radio María, ayer escuché este relato, que me complace compartir.

OTRO MILAGRO DE NUESTRA SEÑORA

Entre los muchos prodigios reseñados en Lourdes figura el de un hombre que vivía en el sur de Francia, y que en 1944, acusado de un delito que no había cometido, fue condenado injustamente a veinte años de cárcel.

Se despidió de su mujer y de su hijo, que murió en la guerra europea pocos meses después, y aunque su esposa le visitaba en la prisión, este hombre cayó en una gran amargura y desesperación. Cada vez que iba a verlo, ella trataba de animarlo y darle esperanza, la fe la había sostenido, y ella trataba de comunicárselo, pero él no quería ni oír hablar de Dios. Más tarde, la pobre mujer enfermó y murió.

Cuando se habían cumplido trece años de presidio, el juez levantó la condena, y el hombre fue liberado. Volvió a su casa, y encontró una carta que le había escrito su esposa antes de morir. En ella le pedía que fuese al santuario de Lourdes, como tantas veces habían hecho antes, y rezase un Padrenuestro por ella.
Miró la carta con cierta indiferencia, y no sentía deseo alguno de cumplir la petición de su esposa, pero ella había sido buena con él, y con el paso de los días, aquella idea le quitaba el sueño. Por lo que decidió tranquilizar su conciencia y peregrinó a Lourdes. Era el año 1958, cuando se cumplía el centenario de las apariciones.

Al llegar allí lo encontró todo cambiado. Ya no sentía la emoción de antes, cuando iba con su familia; ahora todo le parecía frío y falsedad. Realmente le desagradaba aquel lugar, así que pensó que ya había cumplido y se iba a marchar cuando una jovencita muy sonriente le preguntó si quería beber, al tiempo que le ofrecía un vaso de agua. Miró a la muchacha, y por no desairarla, lo aceptó. Luego se alejó.

La chica se le quedó mirando, pero no le dijo nada. El hombre pasó junto a un grupo de personas que rezaban el Rosario, y se acordó del ruego de su difunta esposa. Se sentó cerca, mas que en oración, embargado de recuerdos y nostalgias. Así pasó largo rato.

Por la tarde, apareció otra vez la amable jovencita. Se acercó, y mantuvieron un pequeño diálogo:
-¿Está usted mejor? Parece que le veo más tranquilo... Esta mañana me ha dejado tan preocupada que le he pedido a Nuestra Señora que antepusiera su súplica a la mía.
-¿Tú le has pedido algo?-preguntó el hombre que hasta entonces había permanecido en silencio.
-Sí, he venido para pedir por mi padre, que está muy enfermo, creo que va a morir.
-Lo siento, -murmuró en voz baja.
-Lo peor es que tiene un problema de conciencia que le causa gran remordimiento.
Mi padre me ha contado que en la guerra declaró en falso, y por ese motivo encarcelaron a un amigo de su infancia. Mi padre querría pedirle perdón antes de morir.
-¿Eres tú Jacqueline?
-Sí, ¿cómo lo sabe?
-Porque yo soy el encarcelado.
La muchacha se apartó, como si temiera algo, pero él le dijo: No temas, dime dónde está tu padre. Quiero ir a verlo y decirle que todo está perdonado.