jueves, 27 de enero de 2011

Fiesta de todos los santos en Bicorp

Doy gracias a Dios que, un año más, nos ha concedido reunirnos y celebrar esta fiesta.

Llegamos puntuales a Misa, y ¡qué hermosas las lecturas! Cada vez que escucho las bienaventuranzas, no sé qué pasa que descubro algo nuevo.

Esta vez me recreé con la de que “los limpios de corazón verán a Dios”.

¿Por qué algunos no lo ven?

Toda mi vida me he hecho esta pregunta. Ahora creo tener la respuesta en esa bienaventuranza:

“los limpios de corazón verán a Dios”.

No se refiere sólo a la otra vida, cuando los “buenos” vayan al Cielo, y gocen de su presencia, sino a ésta, aquí y ahora. Por eso dice Jesús: “El que crea, se salvará; el que no crea, ya está condenado”.

No es que Él nos condene, más aún dice:

“No he venido a juzgar, ni a condenar, sino a salvar lo que estaba perdido”.

Lo dice y lo hace. A la mujer que iban a apedrear, le pregunta: “¿Ninguno te ha condenado?”

Y le dice:”Yo tampoco te condeno, vete, y no peques más”.

Los pecados contra la impureza y la castidad están hoy más generalizados que nunca. Es más, no se consideran pecados, son vistos como algo natural.

No digo que todo lo de antes fuese bueno. Como el que hablar de sexo fuese un tabú. Había mucha ignorancia, y poca confianza para hablar de estas cosas.

Y como ocurre tantas veces, hemos seguido un movimiento pendular: de extremo a extremo.

Frente a la banalización del sexo, y los programas educativos tan negativos, que reducen el ser humano a un simple animal, la Iglesia nos propone una sexualidad positiva, basada en la concepción del hombre como hijo de Dios.

En un contexto de afectividad y de entrega generosa, dentro del matrimonio indisoluble.

Abierto a la vida, y con la responsabilidad de educar a los hijos.

Quizá son muchas las causa de la actual secularización; no pretendo yo aquí analizarlas.

Pero en mi humilde opinión, detrás de cada alejado se esconde un pecado de impureza.

Porque “Los limpios de corazón, verán a Dios. Pero quien está manchado, no puede verlo.

Esta juventud ha sido engañada. Desde los años 80, con las campañas del preservativo, se ha reducido la responsabilidad a evitar un embarazo no deseado.

Y se ha fomentado la promiscuidad y el derecho a hacer lo que quieras con tu cuerpo.

Todo ha sido una sucesión de leyes permisivas e inmorales, y enseñanzas ídem.

Pero la desdichada situación que viven los jóvenes sólo es noticia por el paro juvenil. Su drama interno, no cuenta.

Pienso que no se trata de culpar a nadie, cada época tiene sus pecados sociales. Pero sí de comprometernos en la medida que nos sea posible a curar heridas y regenerar esta sociedad.

Siento pesar por no haber hablado más con mis hijos. No sé si todavía estoy a tiempo.

No hemos de juzgar. Mucho orar, y si podemos en algún momento, orientar.

Y sobre todo, testimoniar con nuestra vida dónde está la alegría y la felicidad.

Jesús así nos enseña:

“No juzguéis, y no seréis juzgados.

No condenéis, y no seréis condenados.

Perdonad, y seréis perdonados”.

El que no cree, se condena a sí mismo. Se está privando, ya en esta vida, de la dicha que es sentir el amor de Dios. Busca la felicidad en lo creado, y no reconoce al Creador. Me causa gran dolor ver a mis seres queridos en este ámbito.

Fui madre muy joven, y aunque inexperta, me entregué en cuerpo y alma a mi labor.

Sólo una cosa pedí al Señor: “Que mis hijos sean para ti”. “Donde y como Tú quieras, pero que sean tuyos, Señor”.

Cuando las dificultades arreciaban, yo decía: ¡Benditas las penas, que me llevan a Dios!

Pues posiblemente de haber gozado de una vida fácil, no tendría la fe que tengo. La bonanza puede llevar a la autosuficiencia y al olvido de Dios.

Pero “el Señor me ayudó y me dio fuerzas”, como dice San Pablo. Él me acompañaba día y noche, me guiaba por el sendero justo. Me animaba y me levantaba cada vez que caía en mis faltas, porque Él conoce mi debilidad.

Han pasado los años, y me siento felizmente vieja; estoy aprendiendo a callar, a esperar, a perdonar…y todo eso sin llorar. Con paciencia, con serenidad. Consciente de que puedo hacer poco, pero puedo rezar, y Dios lo puede todo. Me he interrogado mucho por qué mis hijos han perdido la fe. Es una espada que llevo en mi corazón.

De pequeños me preguntabais muchas veces por qué el papá no va a Misa.

Y su comportamiento era a veces tan negativo que rogué mucho que no siguierais su ejemplo.

Es más, ante tan evidente desconcierto confiaba que descubrierais la causa de su descontento habitual, y tomarais el camino verdadero.