viernes, 23 de abril de 2010

Un niño llamado Juan María Vianney

Escribí esta carta a mi nieta María, que este año hará su Primera Comunión. Pido a Dios que el ejemplo de este santo le ayude a ser buena cristiana. También llama la atención el ejemplo de sus padres, aún en circunstancias tan difíciles...

Mi querida María:
Con mucha ilusión voy a contarte la historia de un niño que se llamaba Juan María Vianney.
Me imagino que sabrás que este año está dedicado a los sacerdotes, y que habrás oído hablar de su patrono, el santo cura de Ars. Un sencillo cura de pueblo, modelo para todos los sacerdotes del mundo. ¿Y por qué?
Podría pensarse que fue superinteligente, supertodo. Nada de eso. Mira cómo era de niño.
En un pueblecito cercano a la ciudad de Lyon, en Francia, vivía un matrimonio de campesinos. Mateo era un hombre honrado y trabajador, muy creyente y amigo de todos. María, su esposa, una mujer alegre y sencilla, que estaba siempre muy ocupada atendiendo a su familia, y cuidaba especialmente de la educación de sus hijos. Tuvieron seis: Juan María, el primogénito, murió cuando era un bebé de pocos meses. Catalina era la hija mayor, y ayudaba mucho a su madre. Luego nació el tercero, Juan María, al que pusieron el mismo nombre del hermanito que estaba ya en el Cielo.
Eran los años de la Revolución Francesa, tiempo turbulento, sobre todo para los cristianos. Fueron prohibidas las órdenes religiosas, y sus bienes confiscados.
Los sacerdotes que se negaban a firmar la Constitución eran condenados a muerte, y la Ley castigaba igualmente a quienes les protegieran y ayudaran.
En aquel contexto de violencia, los niños , sin escuela, solían proferir palabrotas, y a menudo se entretenían en juegos poco recomendables.
En el hogar de la familia Vianney se respiraba un ambiente sano de afecto y comunicación. En el otoño e invierno, cuando las noches eran largas, todos se reunían junto al fuego, y allí los niños aprendían las oraciones y las enseñanzas cristianas. La iglesia del pueblo también permanecía cerrada, y unos esbirros habían quitado de su pedestal las cruces de los caminos. Pero cuando algún sacerdote pasaba por aquellos lugares intentando huir, era bien acogido en esta casa, aun con riesgo de sus vidas.
En alguna ocasión incluso se pudo celebrar la Santa Misa, aunque de forma clandestina.
Juan María recordaría toda su vida aquella experiencia. Los niños avisaban a los fieles, que acudían sigilosamente, en pequeños grupos para no despertar sospechas. El sacerdote les confesaba, apartándose en otro aposento. Luego bautizaba a los niños que habían nacido, y unía en santo matrimonio a los jóvenes que se lo pedían. Y al final, todos se unían en una auténtica acción de gracias, que eso significa la palabra Eucaristía. Después, con lágrimas en los ojos, despedían al sacerdote camino de su exilio.
Pero la acogida no se reservaba a los sacerdotes, pues la hospitalidad era para todos, tal como Mateo aprendió de su padre, el viejo Pedro Vianney.
Cuando se congregaban muchos, María añadía un poco más de sopa, con aquellas verduras frescas, recién traídas del campo.
-No va a haber suficiente para todos,.- solía decir a Mateo.
-No te preocupes, repártelo, yo no quiero cenar esta noche.
Y mientras ellos cenaban, Mateo subía al granero para que pudieran acomodarse sobre un mullido lecho de pajas.
Después de cenar, Catalina ayudaba a mamá, y Juan María barría la sala y colocaba las sillas en torno al fuego, del que sólo quedaban unas brasas.
Luego, entre todos extendían las capas y los mantos de los recién llegados, para que los tuvieran secos al día siguiente.
Por la mañana, antes de marcharse, tomaban con la familia un frugal desayuno, no sin antes haber rezado todos juntos las oraciones.
Juan María gozaba grandemente con ello.
¿ Y qué hacía este niño durante el día? Ya te he contado que no había escuela, por lo que no pudo ser un niño instruído.
En verdad, ni siquiera sabía hablar bien el francés, porque en aquella región se hablaba un dialecto.
Juan María, que era un niño muy obediente, salía cada mañana al campo con su padre, y mientras éste hacía los trabajos más pesados, el niño cuidaba las ovejas.
Cuando hacía buen tiempo y los días eran largos, sus hermanos pequeños le acompañaban, y Juan María se ponía muy contento. Mientras las ovejas sesteaban, los chiquillos colocaban unas piedras formando un pequeño altar, y con barro modelaban las figuras de Jesús, María y José. Luego recogían flores silvestres, y colocados en fila, iban cantando a hacer su ofrenda.
Entonces las procesiones religiosas estaban terminantemente prohibidas en toda Francia, pero en aquellos verdes prados se celebraban con toda devoción y solemnidad.
Tanto para sus hermanos pequeños como para otros niños del pueblo, Juan María fue un verdadero catequista.
El amor a Jesús, su gran amigo, y la confianza en María , nuestra madre del Cielo, eran su mayor alegría. Quería que todos los niños les conocieran,
El tenía que anunciarlo. Deseaba con toda su alma ser apóstol.

La leyenda del buen ladrón

Quiero incluir en mi blog este relato que escuché en Radio María, aunque es más propio de Semana Santa...Pido disculpas por el retraso.

Los escritos de la Biblia suelen ser escuetos en cuanto a la vida de los personajes que nos presentan.
El espíritu del creyente, que no puede evitar verse identificado en ellos, gusta imaginar cómo sería la vida de aquellas personas que tuvieron la dicha de rozarse con Jesús.
Él ha querido quedarse en la Eucaristía para encontrarse con nosotros.
LA LEYENDA DEL BUEN LADRÓN
El ángel del Señor habló en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma a María, tu esposa, y al Niño, y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes busca al Niño para matarlo."
José obedeció el mandato que le había hecho el Señor por medio de su ángel, y todavía en la oscuridad de la noche, aparejó el borriquillo, cargó sobre él sus escasas pertenencias y ayudó a María a montar en él. Con gran ternura tomó al Niño y lo colocó en brazos de su madre, que lo abrigó amorosamente.Y comenzaron a caminar hacia el desierto, hacia las tierras de Egipto.
A los pocos días se vieron envueltos en una tempestad. Una tormenta de polvo y arena del desierto cayó sobre ellos. José, con gran firmeza, sujetó al borrico y le obligó a echarse en el suelo, invitando a María a que cubriese al Niño y se acostara también. Fueron horas muy duras, el viento arreciaba con fuerza, la arena caía sobre ellos amenazando sepultarlos, una sed abrasadora los consumía...pero su espíritu estaba sosegado, confiaban en el Señor. Cuando ya pasó todo, se levantaron dando gracias a Dios, y tras sacudirse la arena y el polvo, reemprendieron el camino.
Conforme avanzaban en la marcha oyeron unas voces, y José advirtió que se trataba de unos bandidos, por lo que , prudentemente, se ocultó con su familia tras unas rocas. Como se hablaban a gritos, pudo oír que se dedicaban a asaltar las caravanas que venían de Arabia. Le entró cierto temor por el Niño y su Madre, pero como nada poseían, pensó que no serían objeto de su interés. Salió solo, para hacer notar su presencia, y se acercó al grupo.
-Soy un padre de familia, voy a Egipto con mi esposa y mi hijo. Somos pobres, incluso el agua y los pocos víveres se nos han terminado, así que no tenemos nada, por favor, déjennos seguir nuestro camino.
El jefe de la banda, un hombretón llamado Dimas, se mostró cercano y hasta complaciente.
No temas, --le dijo-, ahora llamaré a mi esposa para que venga a ayudaros.
Cerca de allí, en una cueva donde se refugiaban los bandidos, estaba Cela, la mujer de Dimas, que a la llamada de su marido acudió al instante.
Viendo a María se llenó de gozo, y no sabía qué decir.
Miró a la Señora, que irradiaba paz; nunca había visto una joven tan hermosa, y se arrodilló emocionada.
-Hermana mía, levántate, -dijo María al punto.
Cela preguntó en qué podía servirle y María le pidió un poco de agua.
Cuando Cela se internó en la cueva, un chiquillo de ojos oscuros apareció en el umbral. A una señal de su madre, volvió al interior. Cuando Cela trajo el agua, que acarreaba de un pequeño manantial, los tres bebieron y se saciaron. María le preguntó por aquel niño.
-Es mi hijo Dimas, respondió Cela, pero está enfermo. No quiero que venga, no vaya a contagiar a su pequeño.
Pero José y María le rogaron que saliera, y cuando Dimas se acercó y miró a Jesús con sus grandes ojos oscuros, su imagen quedó fija en él, dejándolo anonadado.
María pidió a Cela que trajese una jofaina con agua para bañar al Niño, pues el sudor del viaje y la arena se le habían metido por todo el cuerpo. Así que Jesús pudo gozar de un baño reparador; y luego María lo sostuvo tiernamente en sus brazos mientras le acariciaban los rayos del sol.
Después, Cela les ofreció unos alimentos que ellos aceptaron agradecidos. Comieron y guardaron para el camino, saliendo de allí muy reconfortados.
Mientras se alejaban, Dimas, Cela y el pequeño Dimas, con todos los bandidos, permanecieron de pie contemplando aquella inolvidable estampa, hasta que sus siluetas se perdieron en la lejanía del horizonte. Habían recibido una visita excepcional, que dejó en ellos un recuerdo imborrable.
Al volver a la cueva, Cela iba a retirar la jofaina, pero Dimas le pidió que lo bañara, como había visto que María hacía con Jesús. Cela accedió, quería imitar a aquella noble señora y dulce madre. El travieso Dimas disfrutó como no lo había hecho hasta entonces, y permaneció abrazado a su madre mientras un rayo de sol secaba su piel.
La pobre madre nunca lo había visto tan feliz. Y entonces se dio cuenta de que estaba curado.
Habían transcurrido más de treinta años cuando una mañana la ciudad de Jerusalén amaneció sobresaltada. Hasta la prisión llegaba el alboroto y las voces del gentío que gritaba: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
Dos condenados estaban ya prestos para el cadalso. Habían sido apresados en el momento del robo, y ahora iban a salir, camino del calvario. Era una espera angustiosa.
Les hicieron cargar con su cruz, y caminar detrás de otro, que no sabían quién era, pero debía ser conocido porque las mujeres lloraban en el ascenso por la angosta calle de la amargura.
Llegados al Gólgota, los tres fueron crucificados, y sufriendo terribles tormentos, esperaban la muerte.
Dimas, el de los ojos oscuros, estaba allí. Aquel corazón que no había olvidado a Jesús, intentaba girar la cabeza para mirar el rostro del condenado que estaba crucificado junto a él. Entretanto, el otro bandido le increpaba:
-Si eres tú el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero Dimas decía: -¿No temes a Dios, ni siquiera estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque pagamos por nuestras culpas, pero éste es inocente.
Y dirigiéndose a Él, le suplicaba: Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino.
Y en medio de su dolor, pudo escuchar la mayor palabra de consuelo que jamás haya oído hombre alguno: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".