jueves, 5 de mayo de 2011

El otoño de la vida

El otoño de la vida.

Ante la realidad que me rodea, pensaba yo que en la vida, como en el año, hay cuatro estaciones.

Comienza con la primavera: los brotes tiernos de la niñez, tan delicados; la admirable belleza del almendro en flor, así de hermosa es la juventud. Hay que cuidarla para que no se mancille ni desvirtúe, y que pueda dar buenos frutos.

Yo fui una niña feliz.

La huerta, con mis padres, era mi parque. Allí jugaba con la tierra y con el barro, el mejor juguete de la humanidad.

En Bicorp, la escuela comenzaba a los seis años, por lo que deseé ardientemente asistir a ella. Entretanto, en casa, mi buena madre no permitió que estuviera ociosa, sino que me enseñó, comenzando por pequeñas tareas, a gozar con el trabajo y a hacerlo con esmero. Es curioso que cuando me castigaba por algo, me prohibía salir a la calle para jugar. De ahí me viene la afición a la lectura.

Ya de mayor, devoraba los libros, recitaba poesías y soñaba con ser maestra. Miraba con cariño a las gentes de mi pequeño pueblo y creía que la falta de instrucción era la causa de sus males.

Muy joven todavía, me enamoré hasta la médula del que hoy es mi marido. Yo era una jovencita llena de ilusiones y proyectos. Una gran confianza en Dios me impulsaba a grandes cosas. A veces, él me decía que yo era de otro planeta…

Viene el espléndido verano, con el sol en plenitud. Los días son largos, como nuestras jornadas de trabajo y de sudores. Formar una familia, realizar proyectos, entregarte en cuerpo y alma sin que el cansancio te haga mella... ¡Cuántas veces rezaba: “Señor, ayúdame a llegar a la otra orilla! Porque mi vida era como un río en crecida, demasiado caudaloso para mí. Y el Señor era mi fuerza, mi roca, y mi refugio.

En ese largo y venturoso verano tuve la gran alegría de ver nacer y crecer a mis hijos, pasar con ellos apuros y satisfacciones, compartir problemas y gozos. Como madre reconozco que fui muy ambiciosa: “donde y como Tú quieras, pero que sean tuyos, Señor, que sean tuyos.”

También tuve la dicha de cuidar a los abuelos, de quienes recibí provechosas enseñanzas; la verdad es que fueron muy buenos, y si en algo no lo fueron, porque todos tenemos defectos, muy a gusto los perdono. Ellos también tuvieron paciencia conmigo.

Ahora, en el otoño de mi vida, otra vez estamos los dos solos y más tranquilos. El calor es suave, el agobio y los sudores han pasado, y aunque también las fuerzas han decaído, todavía estamos bien y conservamos nuestra apreciada autonomía.

El peligro del otoño está en preocuparte viendo que los días se acortan, y que el invierno se avecina. Así no gozas lo que tienes. Yo digo, de corazón: Que venga lo que Dios quiera.

Otoño es tiempo de recolección. Las casas de Bicorp guardaban antaño, como verdadero tesoro, algarrobas, almendras, nueces, uvas, pasas, higos secos, cacahuetes, patatas, aceite, y un largo etcétera destinado a alimentar a la familia durante el año.

Y, sobre todo, la humanidad, desde siempre, ha considerado un tesoro los hijos y los nietos que van enriqueciendo la familia. Y nuestra tarea hoy es cuidar su bienestar espiritual, crear lazos y buscar la armonía.

El peligro, a mi modo de ver, es creer que esta riqueza es un logro personal. Si nos atribuímos unos méritos que no tenemos, ¿quién nos garantiza su cuidado? Vemos que nuestras fuerzas se debilitan, ¿quién atenderá aquello por lo que hemos luchado?

La respuesta es clara: el mismo Dios que las creó. Que se sirvió de nosotros como instrumento. Como buen Padre, Él cuidará de ellos lo mismo que cuidó de nosotros.

Pero también hay un invierno en la vida, esto es palpable cuando vas al asilo. Y me sucede como en esas ocasiones en que has pasado una tarde feliz en tono a una mesa camilla, cuando en el exterior hace un frío inhabitable.

Dentro de tu corazón de viejo puedes guardar paz, armonía y comprensión, y comunicarlas a los que te rodean. Yo le decía al papá Pepe que estaba ya cerca de Dios.

No hay un tiempo perdido o inútil. Siempre podemos dar amor.

Ahora disfruto de leer, de escribir, de escuchar la radio, de coser y bordar, de todo eso que tanto me ha gustado y antes no podía.

Y disfruto también de acompañar a alguna persona y aliviar su soledad. Es de lo más gratificante.

Pero aunque llegue un tiempo en que no pueda hacer nada, aunque me quedara como mi madre, no tengo miedo.

Confío en Dios, y pongo mi vida en sus manos. Cuando le pedimos, podemos equivocarnos. Pero Él conoce el pasado, presente y futuro, y siempre me dará, como buen Padre, lo mejor.

Así vivo en paz, sosegada y feliz. Es verdad que mi temperamento apasionado aflora de vez en cuando, pero estad tranquilos, es un momento. Doy gracias a Dios que me ha ayudado siempre, que me ha llevado de la mano, y con sabiduría y amor infinitos me ha enseñado dónde está el bien.